sábado, marzo 10, 2007

LA DONACIÓN


Paralelo a la vida que pasaba por un instante, el sol lamía el horizonte verde desde la perspectiva del sacerdote, las hojas dilatadas por la humedad, voluptuosas y finas, temblaban con el éxtasis de la calma, ligeras y pesadas a la vez, entre el horizonte rojizo y el sol pequeñito cual gotera en un cielorraso violeta; Enrique calculó el tiempo que pasó para recordarla, su suave perfume, de rosas tiernas y tardes después de la lluvia sobre la tierra color chocolate.
El seminario, sí, estaba relacionado a la palabra semen (semilla); entonces algo productivo saldría del seminario, allí la dejó, en la orilla de la puerta, con la comida que él se rehusó recibir.
La comida es la gula, nada de gustos, los pecadores son golosos, eso, por lo menos, decían sus maestros; penitencia y oración, todo reservado, nada en exceso...
Allí con un racimo de recuerdos, unos gratos, ella; otros turbios, el seminario; Enrique se levantó; allí la muerte vestida de pasado le tocó las sienes y el velorio de su amada al cual no pudo asistir le hizo imaginar el cómo metieron el ataúd en lo profundo, mientras él oraba el padrenuestro en el seminario, para que el cuerpo virginal que una vez él besó con frenesí sea alimento de gusanos tiernos y grisáceos. Se levantó decidido, el trabajo de un sacerdote es enfrentar el pecado, no huir de él. Entonces, pensó él, a trabajar y a olvidar.
Ingresó a la cabaña donde la alfombra era interrumpida por una cubierta de plástico amarillo manchado de puntitos rojos, y se acercó al centro de la sala; se ubicó al lado de una silla y comentó:
“Espero que no te moleste que insista, soy así desde antes del seminario”
Nadie respondió, como era de suponerse, porque la persona que estaba amarrada allí no podía hablar, todas las muelas le habían sido arrancadas.
“Deseo que escribas aquí tu confesión, tú las mataste, ¿verdad?” preguntó el sacerdote.
El amasijo de cara ladeó la cabeza diciendo con aquellos movimientos rústicos un NO verdadero y sincero, incluso sus dedos estaban molidos por fuera y rotos por dentro.
“Bueno, creo que no podré hacer nada más” Espetó Enrique, el antes buen sacerdote.
De entre la tortura y el llanto amargo, el joven deshecho, un trabajador que desconocía ese tipo de purificación, con la boca como un ramo de nenúfares violetas, emitió algo parecido a un lenguaje, gorjeante, un rústico “yo no hice nada“.
El sacerdote sabía que las niñas no fueron ejecutadas por el joven; pero debía cubrir sus huellas, su error; trató de no recordarla, ella, que hubiera sido su mujer pero que no fue por el seminario y su vocación, que el parecido de ella con las gemelas inició eso... las manos ensangrentadas de niñas líquidas... eso...
Pensó y repensó que no tendría importancia su caída, y se levantó, fue y volvió de la cocina, lo torturó con un tenedor mientras el sol se despedía de las nubes en el cielo...
A la mañana siguiente, con su infierno en el corazón, aturdido, triste por lo ocurrido y alegre por desconocer el paradero del joven desaparecido, la recordó; pobre mujer que murió por esperarlo en vano en el borde de la puerta con la comida fría que él rehusó.
Era viernes; el sacerdote Enrique, vestido como carnicero, arrojó tres bolsas de basura en el verde de la selva y sacó diez paquetes de carne sin hueso y los metió en la camioneta que el Turco Hammis le prestó para su transporte; sonrió al amanecer rosa, y tratando de olvidar sus pecados se dijo “Dios está en el día, no me vio hacerlo”; ingresó al coche, y se dirigió al orfanato de la ciudad para la donación respectiva.

FUENTE: GOYA JUPITER DEVORANDO A SU HIJO. WWW.PINTURASDEGOYA.COM