sábado, mayo 27, 2006

DEDICADO A UN AMIGO


Eutanasia en 10 sencillas lecciones


Cierto día, invocándome, el señor Antor me pidió un favor especial: el de ayudarle con un familiar suyo que tenia cáncer y que sufría mucho. Yo, como fiel servidor del ser humano que busca su comodidad, no me negué.
Como respuesta, tuve que mandarle un pequeño manual que bien podría servir a quien lo necesite.
Primero, busque en el diccionario la palabra eutanasia; segundo, trate de ponerse en el lugar de la persona que, siendo su pariente, sufre, y que realmente siente dolor, si no existe dolor, la eutanasia es por placer, y si no le perturba este factor moral, puede proceder; tercero, considere que la vida no es un conjunto de cables tratando de hacerle respirar a su pariente, que la vida es todo menos mantenerse en la cama sufriendo, y también que la vida solamente tiene sentido cuando lo complementa la muerte; cuarto, tenga en cuenta el factor económico suyo para proceder, si usted lo hará, es su responsabilidad el pagar por todo el tramite mortuorio de su victima, es decir, pagar el entierro, pagar a las plañideras, pagar a los posibles parientes lejanos que quieren la herencia (si es que el caso es de un anciano rico) e imprevistos; quinto, contrate un abogado, por si acaso se levanta el muerto y desea venganza o por si alguien sospecha; sexto, borre todo recuerdo cursi que tenga con la persona que ahora sufre y reemplace la imagen mental por la certidumbre de que su pariente estará en un lugar feliz y sin dolor; séptimo, tenga todo preparado para el día de ejecución, o contrate a una persona que lo haga si usted no tiene el valor suficiente; octavo, realice un lista de venenos principales y eficaces, sutiles en el caso de darse con sopa si es que el sufriente no está en estado de coma, como sugerencia el arsénico suele combinarse con cualquier sopa, es un poco picante, por lo que se recomienda mezclarlo con cualquier condimento. En caso de que el paciente esté en estado vegetal, sólo planificar el día en el cual usted procederá (eso si usted decide hacerlo); noveno, proceda con cautela, prepare al abogado con una coartada eficaz y pague por adelantado a la funeraria, al enterrador, a las plañideras, al local en el cual el velorio se realizará, el costo del café, de las velas, del sicario si usted lo contrata, de imprevistos y tenga la confianza de que le ha dado paz a la persona que de todos modos, moriría con más dolor; décimo, usted ha hecho el bien, tenga confianza, muchos en el mundo mueren y no se les toma importancia, ha pasado siempre así; este punto es opcional pero a la vez imprescindible: si la culpa le llega y siente que no podrá soportar el peso de un muerto sobre las espaldas, consulte a un psicólogo; si esto no pasa así, dedique tiempo a su familia o pareja, si el muerto era su única familia o pareja, construya su nueva familia, si no es así, consiga a alguien mejor; simplemente derroche su tiempo y su culpa ayudando a los demás o escribiendo manuales como éste. Al fin y al cabo, todos moriremos algún día.
Cuando termine de leer este práctico manual, se dará cuenta que a pesar de ser fácil matar a alguien, usted lo dudará un minuto, si accede a hacerlo, tendrá un lugar reservado en mi hogar, que siempre estará abierto para personas como usted; pero si logra rechazar este protocolo de asesinato sutil, y decide acompañar a la persona sufriente por el resto de su corta vida, soportando verlo sufrir junto con la certeza de estar respetando su vida, considérese usted totalmente, un ser humano...
Sin otro particular, le mandé la respuesta al señor Antor, después de aquella noche, no supe nada más de él, pero no dudé en firmar como muchas veces he firmado, con tinta roja puse, al final de la carta – manual, el nombre del remitente, mi nombre: Lucifer.

miércoles, mayo 24, 2006

DEDICADO A BRAM STOKER

MÁRTIR


A veces la muerte cumple algunos deseos forzosos de almas que pasan el umbral de la vida de forma violenta; los satisface porque la justicia humana, también a veces, es insuficiente.
En el cementerio principal de la ciudad de El Alto, se ofició el entierro de una joven dulce y tierna de dieciocho años, se llamaba Sandra, y su mirada, según muchos de sus amigos, nunca expresó un tinte de rencor, incluso cuando la encontraron desnuda, muerta sobre un charco de sangre, aquel viernes a las ocho de la mañana.
Tenía un rostro canela, de contornos virginales y facciones incompletas por su tierna edad; los padres lloraban su pérdida, e imploraban al indiferente Dios de las iglesias justicia; pero el libre albedrío siempre ganaba, y las tragedias eran “pruebas de fe” que no igualaban una crucifixión.
Nadie sabía de sus verdugos, quiénes eran y dónde se encontraban; en efecto, sólo la deliciosa muerte requería del tiempo suficiente para localizarlos, pues nadie sabe de la hora final que tendrá que pasar, y esa es la ventaja de la parca, pues puede utilizarla a su favor.
Los enfermos marginales que la habían asesinado con placer, aficionados a la violencia, la estudiaron por tres meses junto a otras víctimas opcionales; y después de ejecutarla, decidieron pasar a la otra víctima, una estudiante de un instituto alteño, que según ellos, salía del mismo a las diez de la noche y que caminaba por calles angostas y silenciosas.
Eran las nueve y cincuenta y la noche neblinosa de nubes arcanas cubrían la presencia del iris macabro de la luna, ellos esperaron pacientes la llegada de la joven, uno con una daga casera y el otro con una cuerda para ahogar a la fuente de sus placeres anómalos; nadie supo que la joven a la que buscaban estaba enferma y nunca llegaría a esa calle, porque estaba en su cama, reposando sus veinte años seguros de no ser interrumpidos por aquellos enfermos.
Sin embargo, ellos siguieron a una muchacha que recorría la misma ruta.
Estaba vestida de blanco, sus cabellos negros resplandecían con un cierto tono de nostalgia y caminaba, nebulosa, entre las sombras que se rendían ante su esplendor, como si fuera un ángel en medio de un bosque veraniego.
Sonreían satisfechos mientras el caminar de la mujercita se hacía pausado, e incluso parecía flotar en medio de las sombras de unas calles oscuras y pestilentes; de cierta naturaleza violenta en graffitis obscenos que denigraban la belleza femenina hasta reducirla a una asquerosa representación negra, sin saber que la belleza era más que aquello.
La mujer se internó en el callejón del crimen de Sandra, cosa que no impresionó a los degenerados, mientras se crispaban sus dedos, sus dientes rechinaban y sus pupilas se dilataban temblando de impaciencia.
Nadie andaba por allí, porque las anteriores noches después de la muerte de la joven Sandra se oyeron gritos guturales y desgarradores ruidos nada animales que sólo podían explicar la presencia de un demente en el lugar, sin embargo nadie se atrevía después de que una persona que había escuchado de aquellos rumores se propuso a explorar y salió gritando por todo el lugar, como pidiendo auxilio, y escupiendo sangre.
Pero los antisociales la siguieron, tomando un trago de alcohol para no sufrir el peso de aquellas conciencias suyas que sólo eran el remedo de un pobre parámetro de lo que era bueno o malo en sus vidas, se internaron en las sombras y luego, pasó.
Ella se puso frente a ellos, sonriendo, con ojos felinos que ellos no distinguieron a causa de la borrachera y la excitación, pero algo andaba mal, sus ropas blancas comenzaron a sangrar un líquido negro, haciendo de ella un espectro oscuro que se asemejaba a su entorno putrefacto, ellos retrocedieron implorando al Dios de las iglesias su salvación, mientras las alas membranosas de la muerte los cubrían para no dejarlos salir jamás.
A la mañana siguiente, a las ocho de la mañana, se encontró a una pareja de borrachos desnudos, con los cuellos destrozados, sin sangre, blancos como el papel, uno sobre otro, desfigurados al extremo del cubismo, y con expresiones ocultas de terror en lo que antes fueron sus caras.
Pero, lo más extraño de aquel día fue, que en el otro extremo de la ciudad, en el cementerio de la ciudad de El Alto, se encontró la tumba de la dulce Sandra abierta, la tierra removida y huellas de garras en todo el lugar; y el cuerpo no aparece hasta hoy en día.

jueves, mayo 04, 2006

Tributo a Lovecraft



LA ADVERTENCIA


Eran las cinco de la tarde cuando Manuel Saavedra, un arqueólogo español, encontró por casualidad mientras caminaba, a doscientos metros al sur de la pirámide de Akapana, una plataforma rocosa rectangular que sobresalía del piso arenoso, estaba temblando mientras apartaba la tierra de aquel cuadrilátero de metro y medio de largo y ancho. Decidió cavar.
Era un monolito de dos metros y medio enterrado en el piso, tenía una mirada de terror en aquella cara sólida que dirigía sus expresiones de pánico hacia el este y desviando un poco sus pupilas hacia el sur, previniendo entre los anales del tiempo a los que lo veían de algo en aquella dirección, algo que la figura lítica temía. Manuel estudió los grabados en el tórax del monolito y descifró muchas pistas que llevaron la investigación a trazar en un mapa la dirección de aquella mirada de piedra. Desde Tihuanaco hasta la ciudad de La paz, Manuel Saavedra calculó que la dirección sureste se internaba en la cordillera Real y se perdía en la misma. Había poblaciones por las que cruzaba la línea del mapa y no sería fácil.
Caminó por pueblos, indagó creencias de algo espectral que, según algunos sabios amautas, estaba encerrado por el sureste de algún lugar desde Tihuanaco, y que los templos, las chullpas y las puertas andinas confrontaban mirando al este, ya sabía Manuel Saavedra que aquello estaba internado en las sombras de algún lugar. La avaricia lo había corrompido, ocultó sus hallazgos y su perfil español recorrió lugares oscuros, y aquel diez de agosto, en Mallasa, lo descubrió. Estaba ubicado detrás del zoológico, en un valle pedregoso de pilares de tierra arenosa y huecos negros llenos de telarañas que podían envolver y ahogar a quien cayese; bajó mirando la pendiente escarpada con vegetación silvestre, al frente se alzaban montañas grises y amenazantes, nubladas, espesas porque eran el comienzo triunfal de una cordillera inmortal.
Entre plantas de retama y telarañas sucias encontró un portal salido de la tierra, estaba hecho de piedra basalto, de tinte negro, era un túnel rectangular, como un pasillo macabro que con ambiciones de dinero Manuel penetró. Caminó cinco a diez minutos entre olores dantescos alumbrando hacia el frente su recorrido con una linterna entre paredes, techo y piso de piedra basalto, hasta que llegó a una cámara que tenía una construcción de adobe al medio.
Era una chullpa, y su puerta estaba dirigida al oeste, es sabido que las chullpas, como todo elemento andino, miran al este, al sol naciente; pero ésta miraba al oeste, al ocaso...a la oscuridad.
Se agachó para revisar la pequeña puerta rodeada de retama y coca, en sus bordes se distinguía una corona de huesos astillados, saliendo del hueco de adobe como una boca salvaje.
La tierra dentro de la chullpa era negra, como el carbón, y Manuel Saavedra la apartó con una brocha para descubrir un esqueleto de cabeza, el cráneo estaba perfecto, conservado, pero su mandíbula estaba cubierta de un tejido de lana que no dejaba ver los dientes del soberano (tenía collares de oro). Manuel trató de apartar el tejido, pero al no lograrlo, decidió cortarlo con su daga de caza.
Unos rumores oscuros le interrumpieron, venían de los lejos, y entonces Manuel se dio cuenta de que afuera llovía, y la tierra gredosa por el agua cubrió la puerta por la que él había entrado.
Concentró su atención hacia el cráneo nuevamente, dejando su imaginación a un lado, cortó el tejido y apreció lo siguiente: los caninos superiores del cráneo eran larguísimos, más que los de un animal, bajaban hasta rozar el mentón, Manuel retrocedió con una expresión de terror al sentir que aquel descarnado rostro parecía contemplarlo entre esos huecos que tenía por ojos; al apartarse, se desgarró accidentalmente la piel de la mano derecha con la corona de huesos. Dejó caer la linterna que proyectó su luz alumbrando la pared noroeste de la cámara, había una puerta oculta allí, que de seguro dirigiría sus recorridos a Tihuanaco. La sangre de Manuel cayó sobre el cráneo y al mismo tiempo un grito pétreo y desgarrador venido de la puerta noroeste se dejó escuchar, era el monolito que había advertido lo que los sabios andinos llamaban “el mal” y que estaba encerrado un milenio antes de la conquista española. El grito estremecedor ya no era una advertencia, era un hecho.
La linterna rodó por el piso alumbrando el túnel hacia Tihuanaco que sorpresivamente estaba lleno de oro, ya no era piedra basalto, era oro; y su ambición llegó a mostrar lo que el arqueólogo codicioso no vería jamás, porque algo sediento se enterraba en su mano, dos tubos puntiagudos como colmillos penetraron su piel y Manuel sintió que ese algo lo succionaba y que su sangre dejaba su cuerpo rápidamente; mientras la oscuridad del túnel se incrementaba.
Hoy en día, después del sacrilegio del arqueólogo por no haber descifrado el peligro que le advirtieron las señales líticas de la sabiduría andina, se conocen casos de personas que desaparecen por aquel lugar, siempre de noche.