miércoles, marzo 29, 2006

para la posteridad

SEPTIEMBRE

La vieja calle estaba rodeada de sombras que amenazaban descomponer toda su estructura de adobe y de leves acabados coloniales.
Allí estaba, tendido entre los pliegues de tierra que no hacían más que ocultar su cuerpo lleno de llagas de olor picante y tachonado de puntillos rojos por una alergia pasada que le dejó cicatrices de un color dantesco, no se preocupaba por su apariencia casi transparente e inundada de soledad en medio de la calle oscura; eran las dos de la mañana y pronto acabaría la espera, había descubierto que ellos tal vez tendrían razón antes de suicidarse por varios medios y que después aparecían entre la neblina de las calles de La paz, olvidados por los días eternos de la espera que ellos también tenían y que para los simples mortales era tan sólo un día común y corriente. ¿Cómo lo descubrió? Era un viernes de septiembre, entre las grietas de la memoria de la gente había descubierto un parque empolvado, viejo y triste, lleno de una insatisfacción por su trabajo en el hospital como un simple limpia baños en toda la extensión de la palabra, se llegó a sentar en el borde del bloque de cemento del monumento raído de un hombre que sirvió en la guerra del pacífico y que murió carajeando al enemigo; se redujo para no sentir el viento frío desde la cordillera frente suyo, y poco a poco percibió las figuras de las personas empedradas de frío en la sombra de los árboles del rededor de la plaza, y se sorprendió al reconocerlos vivos, cada uno tenía en su rostro el semblante expectante de tener la razón por lo que decía en vida. Hablaron tropezando sus palabras "tenía la razón" decían unos; "ya vendrá" decían los creyentes y él terminó por irse de la plaza estragado por el miedo de ver a personas que en vida él había contemplado agonizando como peces en el piso, boqueando y envenenándose con sus propias entrañas y sus sangres contaminadas.
Y le estremeció, allí, reposando sobre las calle de tierra al tener que tomar lo que dijeron aquel viernes como una predicción: "al final los locos tienen razón" pensó, y deshecho por esperar hasta las dos y media de la mañana, contempló el cielo, ya doscientos locos suicidas le dijeron que a las dos de la mañana con treinta minutos de un día de septiembre del año en curso se cumpliría todas las predicciones que escupían antes de cercenarse las arterias o al cortarse las muñecas; había esperado los anteriores veintinueve días del mes de septiembre y sólo faltaba un día para que la predicción de los doscientos locos se cumpla o no, "por eso están locos" se dijo al recuperar sus fuerzas por la borrachera de vómitos de hiel que le devolvió la lucidez de siempre por un momento, miró su reloj y percibió un estremecimiento en su espina acompañado del dolor de la futura resaca, sonrió por haber dejado de dormir casi un mes completo al obsesionarse por las últimas palabras de doscientos moribundos que habían entrado en los récords del mes de agosto por la ola de suicidios y que se le aparecerían al pobre limpia baños un viernes entre los árboles de la plaza del mártir olvidado...: ya eran las dos de la mañana y treinta y cinco minutos.
¾ Debí pensar en ella... ¾ dijo al recordar a su dulce tormento, si era verdad o mentira todo lo que le dijeron que iba a pasar, la había olvidado de todas formas casi un mes completo, y ella era no tanto una mujer de cuerpo perfecto, ni rostro bello ni caracteres helénicos; pero sí: Era bella para él y él había apagado la esencia de su existencia llena de nervaduras tristes y solitarias gracias a ella.
La había olvidado, no era posible. Ella le había servido como un remedio para el dolor y la nostalgia, pero él no había valorado en nada la intervención femenina de su clásico aroma lácteo y fresco de una noche intensa de morir de amor por tan sólo una vez junto a su cuerpo en contacto de la piel tachonada de cicatrices que él tenía y temía mostrar por vergüenza y por asco de sí mismo. Ella ni siquiera se inmutó por su piel, y lo trató con tanta naturalidad como trata una madre a su hijo, y él la había dejado en la soledad que él temía sentir.
¾ Soy un estúpido, ¿cómo la dejé por una simple coincidencia de tantos locos prediciendo lo mismo? ¾ dijo, e incluso le entró el miedo al pensar que si era cierto lo que los suicidas dijeron no había aprovechado sus últimos instantes con ella ¾ Soy tan tonto, sé muy bien que ella me sigue amando, y que es muy difícil, casi imposible que se cumpla lo que esos locos...
De pronto el cielo se convirtió en pura oscuridad, él se quedo silencioso, hecho cenizas por el alcohol bebido, y arrepintiéndose por la incredulidad suya, miró de lejos una sombra que se acercaba gritando y con las muñecas colgando y dejando una pista de sangre que caía como las cataratas de su pena por el arrepentimiento de no tenerla ya.
Se le acercó, gritando, corriendo cada vez más lento y, cuando se le acercó a unos centímetros de distancia, cayó con estrépito y alcanzó a decir:
- Ya viene...
- ¿Quién?
- Ya lo sabes tú - dijo y, suspirando, dejó caer su cabeza como una piedra.
Dejando de existir, muriendo, para no respirar nunca más. Él lo reconoció, era un paciente que había intentado suicidarse pero que lo salvaron a tiempo, y él sonrió pensando que fue en vano todo el sacrificio de los doctores ese día, para que él termine arrancándose su propia piel y dejando escapar su alma más tarde. Pero era otro muerto más, otro loco que decía lo mismo y estaba feliz por dejar de existir.
Mientras veía desangrarse al cuerpo, sintió que la ciudad de La paz se elevaba desde su punto más bajo, hervía la tierra y la gente que un día había sentido pena y asco por los locos que se habían matado diciendo que el mundo se acabaría un día de septiembre, lloraban y se caían de miedo, como él sintió al pensar en ella, mientras el cielo se tornaba rojo y goteaba sangre del mismo, y un punto negro parecido a la boca de una trompeta aparecía, y otra, y otra... hasta formar siete huecos que le recordaron un poco al libro del Apocalipsis.
Mientras hervía en el piso y su piel se derretía como mantequilla por entre sus huesos pensó en ella y en los más de doscientos locos que se apuraron para no sufrir lo que los simples mortales estaban sufriendo en su condición de sanos y normales.
(publicado en La Razón- octubre 2005)

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